Minicuentos

El minicuento, por su extensión, nos tienta a leer uno tras otro. (Olvidamos que se acerca más al poema que a la narración.) Así, la emoción de cada uno elimina la del anterior. Los Petits poèmes en prose de Baudelaire o los cuentos del maestro Anderson Imbert nos aconsejan hacer lo contrario: leer sólo una de las narraciones, por breve que sea, dejar el libro y saborear lo leído.

Ella

I  Madre

Noche tropical, de las que invitan a la contemplación y su felicidad. Me senté en la terraza del primer café que encontré en Avenida Copacabana. En la mesa contigua oí un llanto. Miré de reojo: rubia, de negro, apretaba un collar de cuentas blancas: “Me lo regaló él”, dijo. Su amiga escuchaba. “Cerveza”, pidió. “Dos”, dijo ella.  “El mejor cliente que tenía”, seguía; “pero no entiende”. “¿Quién es?”. “No puedo decirlo; del gobierno, importante, y casado”, sollozó. “Uno así quisiera yo”. “El mejor; pero justo quería hoy, hoy de todos los días del año”. “¿Le habrás dicho?”. “Sí, y me escuchó. Pero no entiende; quería y quería. Me cogió por la muñeca, me llevó al dormitorio; de un empujón me tiró encima de la cama. ‘Hoy te pago el doble’, me gritó. No podía; no puedo. ¿Me imaginas? Yo, hoy no; hoy es un día sagrado. Me pegó, dos cachetadas, una patada. ‘Puta’, me gritó cuando dio el portazo”. Calló. Miró llorosa la noche marina. “Seré eso,” siguió, “lo sé, pero es el aniversario de la muerte de mi hija”.

II  Terror Oculto

No sé cómo llegué a esto. Fue lento, sin que lo advirtiera. Desde aquello, el rincón en casa de mi madre, cosquillas, caricias, y el éxtasis entre las primeras sábanas que se nos pegaban al cuerpo la noche en que nos unimos para siempre. Desde aquello llegar a esto. Cada vez que abre la puerta, me tenso; cada vez que me habla, tiemblo, y mi respuesta tiembla. Sólo la posibilidad de su llegada, me aterra. Sé que no tengo libertad de movimiento, que entrará y si no estoy me buscará y me encontrará. Y sé muy bien lo que sigue: el olor de urgencias, las preguntas, la explicación que no se quiere dar. No sé cómo llegué a esto.

III  Lenta Desaparición

Miró por la ventana. Sí, había dicho ante el cura y en el registro. Y llovía como ese día. Cuántos días y sus lluvias. Había habido algunos días de sol, al principio, pero cada día había llovido más. Como ahora. Él. Y siempre sus amigos. ¿Y los de ella? ¿Dónde estaban? Se habían ido perdiendo entre la lluvia. Hasta que sólo eran agua, tarde, nubes. Ni los dos niños y sus ilusiones habían parado esa lluvia. Y a veces eso que ella callaba. Volvió la vista al interior: el salón de todos los días, la cocina de todos los días. Y sus sombras. Y entonces se dio cuenta de que desaparecía.

IV  La Sombra

Despertó sobresaltada. ¿Qué había sido eso? ¿Un sueño? La luz, la perilla. No. La oscuridad, mejor, para esconderse. Si era él, y seguro que era él, lo habían soltado, que no la viera. Se levantó y sigilosa fue hasta la puerta. Una rendija. El salón. Rayas de luz de calle en la persiana bajada; ni un ruido. Pero estaba allí, agazapado; lo presentía; lo sabía. La había encontrado. Tanta seguridad. El alejamiento. La pulsera. Nueva vivienda. Un sexto, menos accesible. Y ahí estaba él, en la oscuridad. No se oía nada, porque seguro que iba de puntillas, y desnudo, como cuando todavía se querían. Una sombra, sí, más oscura. La mataría. Esta vez la mataría. Pero antes la haría sufrir; le haría esas marcas, con un cigarro, con un cuchillo. No podía más. Cerró despacio. Anduvo por la habitación a oscuras, se mesó los cabellos, se dijo cosas, se golpeó las rodillas con los puños y la frente contra la pared. Estaba allí, esa sombra. La había encontrado. Tenía que esconderse. Debajo de la cama, dentro del armario. No, la encontraría. La ventana. Con sigilo subió la persiana y trepó al alfeizar. Esperó inmóvil. Hasta que desde el otro lado de la puerta le llegó un crujido.

La policía forzó la entrada. El piso estaba vacío. Suicidio, dijeron.

V  El Asedio

Cerró con llave, de espaldas se apoyó en la puerta y resopló. Su casa. Había llegado y ahora sí estaba a salvo. Pero aún estaban ahí, en ella, esos hombres, y sus bocas viscosas, y sus gritos, y sus risas. Cuántos. No importaba. Uno con quien ella no quisiera ya eran muchos. Estaba sucia, sucia de babas y de manos y de risas. Y de miedo. La ducha. La ropa, la tiraría. Una ducha larga, larga, que la limpiara toda. Mejor un baño que la hiciera olvidar. Pero en la bañera aún la asedió el recuerdo inlavable de cuando pataleaba y lloraba y gemía, con el agua al cuello.

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