PRÓLOGO
A veces lo que se presenta ante nuestros ojos, aunque real, es falso, o sea la obra de un falsario. Este volumen de cuentos, LOS FALSARIOS, se basa precisamente en personajes, algunos extraídos de la historia, otros pura ficción literaria (si es que la historia no lo es), cuyas conductas no coinciden con su realidad externa o interna.
Lo falso y sus falsarios, por instinto, nos repugnan. Deberíamos, no obstante, considerar que no todos los falsarios lo son por propia voluntad, ni son conscientes de su falsedad, ni lo son gratuitamente, sino por algún motivo más elevado, o que ellos juzgan más elevado, que la verdad misma.
En este volumen encontramos al traidor (Suleimán Wad Gamr – Una indescifrable lealtad), que, sin embargo, desde otra perspectiva, es leal; al reo (William Buffill – La culpa y el deseo), que se sabe inocente pero se cree culpable, dependiendo de la racionalidad o la emotividad con que se juzgue a sí mismo; al escritor (Ricardo García Mataga – Encuentro con la verdad deseada) que vive en la irrealidad de sus palabras y finalmente encuentra la realidad de esas mismas palabras; a la mujer conquistadora (Mercedes de Prada y Casares – Conquistadora entre dos mundos), allá en la Asunción de Paraguay del siglo XVI, que se descubre a sí misma en un mundo que le es ajeno; al resucitado (Lázaro – La otra cara de la resurrección), que se percibe como un extraño en la vida, que también le es extraña; al santo (San Sebastián – Una oportunidad a la verdad) a quien corroe el remordimiento de saberse falsario por propia elección; al héroe anónimo (Mayor William Martin – Su propia verdad en un manuscrito) que será un falsario después de la muerte que le ha sido dado vislumbrar; al timador (Carmen y Alberto – Un suceso de Madrid) que simplemente falsea por dinero; el pensador y aventurero de vida agitada Miguel (Elizalde de Navas – La falsedad de la existencia) que ve la falsedad en la vida misma.
En última instancia, el falsario es parte de la vida, una necesidad de la vida, una consecuencia de la vida, porque sin sus falsedades no podría existir la verdad.
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RICARDO GARCÍA MATAGA
Encuentro con la verdad deseada
Años 60
La felicidad es cuando lo que piensas, lo que dices y lo que haces están en armonía.
Mahatma Gandhi
Aunque muchos lo vieron y hasta le oyeron hablar en más de una ocasión, no muchos lo conocieron, y hoy soy de los pocos que aún recuerdan a Ricardo García Mataga. Quizás una sucinta descripción y unos datos escuetos sirvan para traerlo a la memoria. Era ese hombre alto y enjuto, de bigote breve, que hace ya unas décadas frecuentaba el Café Central por las mañanas y Casa Elizalde por las noches. En él habían confluido nuestro moreno recio del sur y la altura desgarbada del norte, que explicaba la españolización de su apellido, McTaggart, traído por un tatarabuelo presbiteriano que había recalado en nuestra ciudad a mediados del diecinueve, según contaba él mismo en sus más que frecuentes discreteos. Lo habrán visto más de una vez platicando ampulosamente delante de un café, conjurando la atención de sus contertulios, o acodado en la larga barra de madera de la famosa bodega que compartía con ilustres ciudadanos de ojos somnolientos y
piernas temblorosas. Ganó cierto renombre una época gracias a un libro de poemas y a una novela de ambientación gitana en la que pretendía tener un conocimiento profundo de esa gente, de su comportamiento, de sus costumbres. Alardeaba, por encima de todo, de ser un hábil conocedor del hombre. Debo admitir que todos los que lo trataron lo escuchaban embelesados, y al dirigirse a él, pese a su juventud, no omitían anteponer el “don” a su nombre.
Esa fama, local, frágil y breve, que aceptó con no poca altanería, lo indujo a andar más erguido, a hablar con mayor aplomo, a creer aún más en sí mismo, un sí mismo que era y sería un todo con su obra literaria, y también, sin que él se lo propusiera, a cerrar su propio destino, que, inadvertidamente, entró en su casa de la mano de una maestra una temperada mañana de abril.